El esclavo negro tuvo mucha demanda entre los
conquistadores, pues además de ser un magnífico sirviente doméstico sin lazos
de lenguaje ni de ninguna otra especie con la masa indígena derrotada, su
posesión había dado prestigio social durante varias generaciones en España y Portugal.
El negro de ordinario mas alto, fuerte y
vigoroso que el indio rápida e inevitablemente se hacía temer y obedecer por
éste, particularidad que lo convertía en un instrumento utilísimo para manejar
a las razas derrotadas.
Mota y Escobar escribía en 1604 acerca de los
negros residentes en Zacatecas lo siguiente:
“Esclavos negros y mulatos mujeres y varones habrá
como ochocientos. Hay también algunos libres que entran y salen, y se alquilan
en vaquerías, en labranzas y en minas, y comúnmente son malos y viciosos ansí
entre libres como esotros esclavos, pero es como acá dicen: malo tenerlos, pero
mucho peor no tenerlos.” [1]
El hecho de que un considerable porcentaje de
la población negra fuera libre hacía que aún los esclavos estuvieran mucho más
inquietos. Bandas de esclavos fugitivos (negros cimarrones) comenzaron a operar
en la carretera de Puebla a Veracruz, y especialmente en la sierra se dedicaban
a aterrorizar por igual a españoles e indios. Mas tarde, hacia el principio del
segundo periodo del gobierno del virrey Luís de Velasco II (1607-1611), el
movimiento de los cimarrones adquirió mayor intensidad con la grave rebelión
encabezada por Yanga, viejo esclavo fugitivo que en África había sido jefe de
una tribu.
Para someter a Yanga y a los cimarrones de la
sierra, el virrey ordenó que en Puebla fuera separada una fuerza de 200
soldados y aventureros españoles, 200 arqueros tlaxcaltecas y 200 mestizos y
mulatos armados, para enviarla a combatir a la montaña. La lucha que siguió fue
larga y ardua. Las fuerzas del gobierno tuvieron muy pocas bajas porque los
cimarrones carecían de armas.
Pasado algún tiempo, a los españoles se les
agotaron sus reservas de alimentos y municiones; por ello decidieron que lo
mejor que podían hacer era negociar con los insurrectos. En las pláticas se
acordó reconocer la libertad de Yanga y de sus hombres, dejándoles conservar su
base en la sierra; pero a su vez los rebeldes accedieron a poner fin a sus
ataques y devolver a las autoridades españolas a todos los esclavos fugitivos
que en el futuro se les unieran.[2]
Hubo otra rebelión de los cimarrones en
1617-1618, mas la alarma que causó no tuvo comparación con la de 1609; varias
haciendas fueron saqueadas e incendiadas, algunas mujeres y jóvenes indias
resultaron violadas, y un español recibió la muerte, pero bastó una pequeña
fuerza para someter en poco tiempo a los insurrectos. Las autoridades españolas
capturaron al negro que encabezó la rebelión y a treinta y cinco de sus
hombres; luego se celebró un acuerdo semejante al estipulado con Yanga en 1609,
según el cual los revoltosos dejarían de hacer incursiones y devolverían a los
españoles cuantos esclavos fugitivos cayeran en sus manos, y a cambio, se les
reconoció su libertad y la existencia jurídica de su pueblo, San Lorenzo de los
Negros –situado en la sierra, cerca de Córdoba--, que tendría su propio
ayuntamiento.
Entre 1630 y 1650 tristemente los negros de San
Lorenzo se ganaban el pan principalmente mediante las gratificaciones obtenidas
de los españoles por los esclavos fugitivos que les devolvían.
Las relaciones entre blancos y negros, fueron
relativamente buenas después de 1612. la posición del negro en México resulta
muy diferente de la que tenía en otras partes del Nuevo Mundo a principios de
la era moderna, y en verdad es un hecho reconocido hace largo tiempo que los
españoles trataban a sus Esclavos bastante mejor que los ingleses, los
franceses y los holandeses.
Además en las colonias españolas hubo siempre
gran número de negros libres, debido a la costumbre de dar libertad bajo
ciertas circunstancias a los hijos que las negras y mulatas tenían de padres
españoles; los esclavos también podían comprar su libertad y la de sus mujeres
y sus hijos a los precios del mercado y en México era muy frecuente que se
valieran de ese derecho.
Los patronos lo apreciaban mucho como
instrumento para explotar a los trabajadores indígenas en calidad de
sobrestante, capataz o mayoral; en México se decía que un negro podía hacer dar
vueltas con un dedo a una docena de indios. Los dignatarios españoles de todas
clases daban un gran valor al negro por el prestigio social que su posesión
reflejaba en ellos. Ningún español que tuviera pretensiones de ser personaje de
alto rango podía prescindir de los sirvientes negros.
En los más selectos conventos de monjas de
México y Puebla, el número de criadas negras para los quehaceres domésticos
excedía al de monjas.[3]
Asimismo muchos españoles, --máxime funcionarios reales, inquisidores y otros
de rango análogo--, como una señal mas de la confianza que tenían en los
negros, desobedecían la prohibición de que estos tuvieran armas, o trataban de
conseguir que se les exceptuara para emplearlos como guardaespaldas.
En el México del siglo XVII el negro era
criticado y juzgado muy negativamente de manera general. Montemayor y Cuenca,
juez de la audiencia, escribió en 1664 que los negros,
“… se sirven de los desdichados naturales tratándolos como a esclavos
suyos y gozando en la república de mayor descanso y libertad que los demás”.
[1] Mota y
escobar Descripción geográfica p. 66; citado en Razas, clases sociales y vida
política en el México colonial 1610-1670 J.I. Israel FCE Méx 1980 p. 75
[2] Razas, clases sociales y vida
política en el México colonial 1610-1670; J.I. Israel; Fondo de Cultura Económica; México
1980 pág. 76
[3] Op. Cit. pág 80 y Richard
Konetzke, América Latina II, La época
colonial; Siglo XXI México 2004 pág. 65.
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